Por: Miguel Gómez Masjuán
El bateador reconoció en su rival la postura habitual para el cambio de velocidad y se dispuso a conectar con todas sus fuerzas el próximo lanzamiento. Necesitaba impulsar a los corredores para así mantener con vida las esperanzas de su equipo en el campeonato. En el montículo, el pequeño, pero corpulento lanzador, acarició la pelota por última vez.
Realizó su agarre especial y la bola comenzó a moverse en el aire, lenta, muy lentamente, como si quisiera permanecer allí para siempre, como si realmente deseara darle una oportunidad al hombre para retractarse del lanzamiento, como si en ella estuviera contenida la larga vida de un olvidado pelotero.
Aquella pelota en el aire, desplazándose hacia el bateador, era una muy diferente a la primera que había tenido en sus largas manos veinte años atrás, en su natal Manacas, ese pueblo perdido en la geografía villaclareña del centro del país.
El tiempo de “las vacas gordas” en Cuba, por los altos precios del azúcar durante la primera Guerra Mundial, llegaba a su fin y los jóvenes que trabajaban en los centrales azucareros tenían como su principal diversión jugar al béisbol. Siempre se destacó, primero con el bate de madera en la mano y luego lanzando pelotas imposibles de conectar por sus amigos del Central Washington.
Sus condiciones naturales impactaron al promotor Miguelito “el Jabao” quien lo llevó para Santiago de Cuba. Antes lo había llamado con un sobrenombre que lo acompañaría para toda la vida: Cocaína. No precisamente por una supuesta adicción a esa droga, sino porque la combinación de sus lanzamientos, entre rectas y curvas, podía “endrogar” a los rivales. Manuel García sería conocido, en lo adelante, como Cocaína. No había vuelta atrás.
Lejos quedaron los juegos del domingo por la tarde en el Central Washington. Para el pitcher se abría una nueva vida.
Cocaína debutó en la Liga profesional cubana en 1926, con los Alacranes de Almendares y no le fue mal porque, en su año de novato, ganó cinco partidos y solo perdió dos. Además de lanzar, a Cocaína también le gustaba batear, aunque sus resultados no fueron iguales y en 1926 apenas promedió para 222.
En los siguientes diez años Cocaína pasó por varios equipos cubanos y también jugó en las Ligas Negras norteamericanas, en el béisbol mexicano, puertorriqueño y venezolano. Era un hombre pequeño, sin embargo, tenía mucha fuerza y un gran control, una cualidad muy estimada y difícil de encontrar en los zurdos. Su único “defecto” para la época que le tocó vivir fue el color de la piel: Cocaína era negro y la segregación racial imperante en la pelota organizada norteamericana le impidió, al igual que a tantos de sus compañeros, no solo cubanos, jugar en las Mayores.
La carrera de Cocaína tuvo altos y bajos en la Liga cubana y tal vez demoró un poco en madurar, pues su primera gran temporada llegó en 1939, trece años después de su debut. Con los Leopardos de Santa Clara, Cocaína ganó 11 juegos y promedió para 240 con el bate.
Como no podía jugar en las Mayores, entonces Cocaína incursionó en las Ligas Negras, un circuito muy competitivo y donde jugaron grandes estrellas. Sobresalir allí también era complicado. Entre 1926 y 1936, Cocaína formó parte de diferentes equipos, como los Cuban Stars West, los Cuban Stars y los más famosos New York Cubans. En todas estas selecciones alternó sus funciones como lanzador y bateador.
La vida de los peloteros no solía extenderse más allá de los treinta años, al menos en el máximo nivel, por lo que Cocaína fue una gran excepción. A partir de 1940 comienza el verdadero despegue del zurdo. En la Liga cubana encabezó a los lanzadores en la temporada de 1942-1942 y en 1943 propinó un juego de cero hits- cero carreras a los Tigres de Marianao, uno de los siete que lanzaría a lo largo de su extensa carrera por diversos países.
En 1946 Cocaína tenía 41 años y para muchos ya estaba acabado. Uno de los patriarcas del béisbol cubano, Miguel Ángel González, el director de los Leones del Habana, no pensaba igual y, por tanto, invitó al zurdo al entrenamiento de su equipo. Cocaína retornaría la confianza del manager con una de sus más brillantes actuaciones. Ya no lanzaba con la misma velocidad y se valía más de su control. Gracias a este y a la poderosa ofensiva habanera, Cocaína hilvanó una racha de diez triunfos consecutivos que colocaron a los Leones a las puertas de un nuevo título de la Liga.
El bateador esperó pacientemente a que descendiera aquel globo que le había lanzado el zurdo y conectó con fuerza a la pelota que comenzó a tomar altura y distancia y chocó contra la lejana cerca del jardín izquierdo del Gran Stadium del Cerro. Dos corredores del Almendares pisaron la goma y con ellos la ventaja aumentó. La racha de 10 triunfos consecutivos de Cocaína García terminaría ese día. Desde las gradas, los fanáticos azules comenzaban a soñar con el título. En el montículo, el zurdo, agotado por el esfuerzo, por los años, las incomprensiones, los excesos, se pasó la mano por el rostro y tal vez en ese momento comprendió que su vida en la Liga cubana había terminado. Era tiempo de buscar fortuna, definitivamente, en otro lado.
Faltaban apenas tres juegos para el final de la temporada de 1946-47 y los Leones se enfrentaron a sus eternos rivales, los Alacranes, en una de las series más recordadas de todos los tiempos de la Liga. Los almendaristas, comandados por Adolfo Luque, barrieron en los tres desafíos frente a los habaneros, aunque en ninguno de ellos lanzó Cocaína, y con dos magníficas actuaciones del zurdo norteamericano Max Lanier izaron la bandera de campeón en el Gran Stadium del Cerro.
Cocaína García decidió continuar su vida en Venezuela donde había jugado durante años, pero antes lanzó algunas pelotas más en México con las Águilas de Nuevo Laredo hasta 1949. Tenía 44 años. Murió en 1995 y su figura fue exaltada al Salón de la Fama del béisbol venezolano.