Hoy, 25 de septiembre, el calendario nos obliga a detenernos y recordar una fecha que marcó para siempre al béisbol y al sur de la Florida. Hace ocho años, el destino, caprichoso y cruel, nos arrebató a José Fernández, el joven prodigio que, con su brazo derecho y su inconfundible sonrisa, se había convertido en el alma de los Marlins y en el orgullo de toda una comunidad.
Fernández, el número 16 de los Marlins, no solo destacaba por su habilidad para lanzar rectas de 100 millas por hora o por su dominio absoluto en el montículo. Su grandeza iba más allá del deporte. José representaba el sueño americano encarnado, el joven que había escapado de Cuba en una balsa, desafiando al mar, con la esperanza de alcanzar la libertad y forjar una nueva vida. En ese viaje, fue héroe antes de ser estrella, cuando se lanzó al agua para salvar a su madre de morir ahogada. Ironías del destino, ese mismo mar que una vez lo vio triunfar al llegar a Estados Unidos, sería el mismo que, años después, lo reclamaría para siempre.
En 2013, cuando debutó con los Marlins, José no tardó en ganarse el corazón de todos los aficionados al béisbol. Era difícil no emocionarse con su alegría desbordante, con la pasión que mostraba en cada lanzamiento, con su capacidad para levantar a un equipo que necesitaba un héroe. Cada vez que Fernández subía al montículo, el Marlins Park se llenaba de vida. José era la figura que la ciudad de Miami necesitaba, y el estadio se llenaba cada vez que él lanzaba. Sus números en casa eran de otra galaxia: registró un asombroso récord de 29-2, con una efectividad de 1.49 y 346 ponches en 272 entradas y un tercio. Ningún otro lanzador ha defendido la Pequeña Habana de esa manera. Los rivales apenas le bateaban para .185 en su carrera lanzado en casa.
Aquella mañana del 25 de septiembre de 2016, el béisbol despertó con una noticia que ningún fanático quiere escuchar: José Fernández había muerto en un accidente marítimo. Tenía solo 24 años, pero ya había dejado una huella imborrable en el deporte y en la comunidad de Miami. Su partida fue un golpe brutal, no solo para los Marlins, sino para todos los que alguna vez vibraron con sus hazañas en el terreno de juego. En cuestión de horas, el Marlins Park se convirtió en un santuario, un lugar de peregrinación donde miles de aficionados, en un silencio solemne, se reunieron para despedir a su ídolo.
El vacío que dejó José Fernández en los Marlins es difícil de llenar. Su ausencia se siente en cada temporada, en cada juego, en cada rincón del estadio. Desde su partida, el equipo ha tratado de avanzar, de reconstruirse, pero es imposible no preguntarse qué hubiera sido de los Marlins con José liderando su rotación durante estos últimos años.
José Fernández más allá de los números
Pero más allá de los números y los triunfos que nunca llegaron, lo que más duele es la pérdida del hombre. José era un chico que irradiaba alegría, que nunca perdió su humildad, y que siempre jugó con el corazón en la mano. Para la comunidad cubana de Miami, era mucho más que un pelotero. Era un símbolo, un recordatorio de que, con esfuerzo y sacrificio, los sueños se pueden cumplir, sin importar de dónde vengas. Su brazo derecho no solo lanzaba pelotas a velocidades vertiginosas, sino también esperanza para una afición que, de repente, tenía motivos para creer.
Ocho años después, su recuerdo sigue vivo en cada conversación, en cada homenaje, en cada anécdota que se revive en los bares y casas de la ciudad. La pelota sigue rodando, los juegos se siguen disputando, pero el lugar que José Fernández ocupaba en el corazón de los Marlins y de sus seguidores, permanece intacto.
Porque, al final, José Fernández no fue solo un lanzador. Fue una luz, una promesa, un héroe para una comunidad que aún lo llora. Y aunque ya no esté físicamente con nosotros, su espíritu sigue presente en cada esquina del Marlins Park, en cada lanzamiento que nos recuerda que el béisbol, como la vida, es un juego de pasión y coraje. Que José descanse en paz, sabiendo que su legado jamás se apagará.