POR JORGE EBRO
Víctor Mesa es la controversia misma. Un hombre capaz de alarmar y admirar en menos de un minuto, que lleva los sentimientos en la manga del uniforme y rompe los moldes de lo deportivamente aceptable, pero este jueves tuvo uno de esos gestos que no se olvidarán nunca por venir de quién viene y por lo poco que se hace.
Sucedió el jueves durante el tercer partido de la semifinal cubana entre Industriales y Las Tunas, cuando un grupo de aficionados comenzó a gritar el siniestro adjetivo de “palestinos” a los jugadores orientales, una palabra tantas veces dicha y tan pocas veces rebatida en los estadios cubanos. Una asignatura pendiente que en Mesa encuentra un detente.
Mesa, al escuchar los gritos, salió de su cueva y les pidió a esos exaltados, que no eran pocos, y que nunca han sido pocos, que se guardaran el insulto. No debió ser él. Esa tarea prohibitiva les correspondía a otros, pero que bueno que fue él, con su innegable estatura en la pelota cubana para pedir lo humano y lo divino, y en este caso lo moralmente necesario. ¿Qué hubiera pasado si el gesto de calma y silencio hubiera venido del manager contrario? ¿De cualquier otro manager? ¿Habrían hecho caso?
Esto no es de ahora, viene de largo. Todavía recuerdo una final de Henequeneros contra Santiago de Cuba en Matanzas, donde el estadio repleto gritaba “palestinos, palestinos”, a un equipos que contenía, entre otros, a Antonio Pacheco y Orestes Kindelán. Y lo recuerdo también en La Habana a pleno pulmón. No sé si quizá ahora sea menos intenso, pero lo del jueves demostró que esa complicada asignación geográfica basada en el Medio Oriente aún sigue en boca de algunos.
El cubano es uno de los pueblos menos racistas que pueblan la tierra, pero gracias a esa ligereza de pensamiento que tan bien detallara Jorge Mañach en su memorable “Indagación sobre el Choteo”, no solemos pensar en los actos y sus consecuencias. Hablo de las relaciones humanas a un nivel más bajo y directo, y no de las adulteradas visiones de cierta prensa oficial.
Decirle palestino a un pelotero del Oriente del país en un estadio, como se le puede señalar a un ciudadano común que llega a la capital en busca de nuevos horizontes puede ser tan detestable como el desdén de unas naciones a otras, aunque el plano sea más personal y reducido. La culpa es la misma de grande.
No digo que sea la gran mayoría de la afición. Sin embargo, el grupo de gritones suele arrastrar a la masa, contagiada y adormecida en su razonamiento, llevada a remolques por el que más alto habla y el que menos piensa. Y así el grito de unos pocos se convierte en coro vil.
A mí, un ratón de estadios, nunca me gustó, pero reconozco que en aquellos años de las décadas de los 80 y 90 tampoco hice nada para aplacarlo, ni tampoco recuerdo -a lo mejor se me escapó- algo profundo sobre el tema en los medios de comunicación. Cuando se trataba, las pocas veces, era con pinzas trémulas, como algo que uno no quiere ver. Aunque esté ahí.
Era como si el béisbol nos cegara con su resplandor, algo que puede pasar ahora que la afición ha vuelto a los estadios y la pelota vibra con renovada fuerza en la isla y se le hizo la despedida a un grande como Carlos Tabares.
Se podrá decir que se grita sin ánimo de ofender y se trata cuando menos de una manera de desestabilizar al oponente, que el cubano es bueno por naturaleza. A veces no hay nada más cruel que un acto del cual no se tiene conciencia.
Menos mal que Víctor Mesa sí la tenía. Y mejor aún que tuvo un gesto inolvidable para que llegue el día en que ningún cubano debe ser visto como un desterrado, nosotros que estamos tan acostumbrados a estar por todas partes y en tierra ajena.