Hoy 25 de septiembre no es un día cualquiera. El calendario vuelve a abrir una herida que Miami jamás ha podido cerrar. Hace nueve años el destino nos arrancó de las manos a José Fernández, y todavía cuesta creerlo. Todavía cuesta escribirlo.
José no era simplemente el as de los Marlins. Era la vida misma en el montículo, un muchacho con una sonrisa imposible de olvidar, con una recta de 100 millas que parecía abrazar a todos los que alguna vez dejaron atrás su tierra buscando un futuro mejor. Era el símbolo de una comunidad que se vio reflejada en él, el niño que se lanzó al mar en busca de un futuro y que se convirtió en héroe mucho antes de pisar un estadio, cuando salvó a su madre de morir ahogada. El mismo mar que lo vio llegar, años después lo envolvió en un silencio eterno.
Desde su debut en 2013 convirtió al Marlins Park en un templo. Cada vez que salía a lanzar la ciudad entera parecía detenerse. Sus números son irrepetibles, 29 victorias y solo 2 derrotas en casa, efectividad de 1.49, cientos de ponches, rivales que apenas podían tocarle la bola. Pero más que las estadísticas estaba la electricidad que se sentía cuando él subía al montículo. Esa sensación de que algo extraordinario iba a suceder.
La mañana del 25 de septiembre de 2016 nos despertó con la noticia que nadie quería escuchar. José había muerto en un accidente marítimo con solo 24 años. El Marlins Park se convirtió en un altar improvisado, un río de gente llorando, abrazándose, intentando entender lo que parecía imposible de entender. Miami entero lloró a su hijo adoptivo, al ídolo que llegó de una balsa y que se fue demasiado pronto.
Lo que más duele no son los triunfos que no llegaron, las victorias que nunca vimos, los títulos que tal vez pudo haber regalado. Lo que más duele es que se apagó la alegría de un chico que jugaba como si la pelota fuera lo único importante en el mundo. Para los cubanos de Miami fue esperanza, orgullo, ejemplo. Para cualquiera que lo vio lanzar fue la prueba de que el béisbol podía ser arte y pasión en estado puro.
Nueve años después su recuerdo no se va. Está en las conversaciones de los bares de la Calle Ocho, en el dominó de Hialeah y en la nostalgia que se siente cada vez que un joven cubano pisa un terreno de Grandes Ligas.
José Fernández no fue solo un lanzador. Fue una promesa rota, una luz apagada demasiado pronto, un héroe que Miami nunca dejará de llorar. Y aunque la vida siga, aunque los juegos no se detengan, hay un asiento vacío en cada partido de los Marlins, un silencio imposible de llenar.
José se fue, pero nos dejó un legado que no entiende de tiempo ni de distancia. Cada vez que recordamos sus lanzamientos sentimos el mismo nudo en la garganta, la misma lágrima asomando. Porque José no murió del todo, habita en cada recuerdo, en cada lágrima y en la ciudad que lo convirtió en símbolo de esperanza.

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