Por: Boris Luis Cabrera Acosta
Cayeron las cortinas de la Serie del Caribe bajo una cerrada ovación de los presentes. La última escena fue sorpresiva y le dio un toque místico a la obra cuando los anfitriones levantaron la copa en medio de los fuegos artificiales.
Las lunetas estaban llenas. Otra vez un éxito rotundo a pesar de la premura organizativa. Decenas de peloteros pudieron experimentar el orgullo de representar a su tierra y lo dieron todo por el color de su franquicia y de su bandera.
El guion fue justo con los panameños, los Toros de Herrera embistieron a sus contrarios todo el tiempo robándose el protagonismo desde que sonaron los primeros compases de la justa y Mariano Rivera lanzó la primera bola.
Tras bambalinas, nuestros héroes observan las reacciones y no tienen bien claras sus emociones por el subcampeonato. Algunos, hartos de salir de escena antes de tiempo y de la ausencia de roles principales, bajan la cabeza y se lamentan; otros disfrutan la experiencia y se conforman con el olor de la plata, mientras el cuerpo de dirección y los federativos se empeñan en buscar debajo del plató, palabras de aliento y justificaciones.
El gran público sigue aplaudiendo, sabe que todos los actores merecen el reconocimiento por su esfuerzo y por desdoblarse con el único objetivo de entretenerlos y de exacerbarles el amor por este deporte que cada uno lleva arraigado por dentro desde su nacimiento.
En el área geográfica saben reconocer a los nuestros, aún recuerdan las épicas victorias de hace unas décadas cuando nuestro deporte nacional estaba vacunado contra emigraciones y desmotivaciones, cuando los mejores técnicos dormían en casa y las bonanzas económicas llevaban casi por inercia a miles de niños a las áreas deportivas.
Los respetan cuando ven a decenas de sus coterráneos diseminados por todo el mundo con el nombre de Cuba por debajo de cualquier chamarreta demostrando las calidades individuales que pueden salir de este pedazo pequeño de tierra rodeada de mar.
Aquí somos más críticos, no nos basta con eso, tenemos sed de reconquistas. Creemos que no es suficiente el aplauso y la palmadita en la espalda. Queremos la gloria y que todos sin excepción se inclinen cuando pase la caravana de los nuestros con el trofeo en las manos.
No tenemos visiones quijotescas ni pedimos cosas imposibles.Aquí aplaudimos con timidez a los nuestros con una lágrima temblando en la pupila porque sabemos que se puede más. Sabemos que hay acciones y decisiones que conspiran y frenan nuestros anhelos y nuestros sueños más puros.
Se apagan las luces del teatro y nos quedamos reflexionando en los pasillos bajo penumbras sobre equipos desmembrados y mal confeccionados, sobre preparadores físicos impuestos de dudosos rendimientos y sobre presiones externas que atacan a los nuestros en el terreno de juego.
Comprendemos que llegan a los desafíos con muy poca información de los contrarios, bajo las órdenes de dirigentes deportivos que llevan un libro amarillento bajo el brazo y que tratan de mover los hilos de un partido con federativos susurrándole a los oídos o dándole toquecitos en la espalda.
Nos damos cuenta que nuestros bateadores necesitan ver la calidad concentrada en torneos de élite para aclimatarse a velocidades supersónicas y a rompimientos salvajes, y que les falta oficio dado por la poca acumulación de horas de juego en su carrera deportiva.
Solo así, debemos secarnos la humedad en los ojos y aplaudir más fuerte a los nuestros, a los que lucharon en medio de tantas adversidades y regresaron a la Patria con la medalla de plata colgándoles en el pecho. Nos vemos en el estadio.