Calcada en libros, retazos, notas escritas y sobre todo en la memoria viva, la historia del deporte se rinde ante Sergio Pérez Serrano, un espirituano que ha dedicado la mayor parte de sus 85 años a referenciar esa materia.
La hazaña beisbolera encumbrada o el partido elemental, el boxeador más regio, la canasta que hizo leyenda…; todo eso y más se conserva en varias “enciclopedias gigantes” que podrían ser la envidia de cualquier archivo y que él guarda con celo de guardián.
Fanático confeso del béisbol y de las Grandes Ligas, en particular, no hay suceso que haya escapado a este hombre, desde los escritos sobre Esteban Bellán, el primer cubano y latino en jugar en la Gran Carpa, hasta el juego más reciente.
No se define, sin embargo, como historiador deportivo, a pesar de los premios que pudieran acuñarlo, o los escritos que durante años prestigiaron las páginas de este propio órgano en los años fundacionales y en Vanguardia, cuando fungió como corresponsal deportivo voluntario a instancia de Arístides Ramos.
Lo de sus nexos románticos con la pelota es advertible apenas se hojea el primer “librote”. “Mi papá me decía que cuando nací en lugar de gritar dije: ¡play ball! Fue un amor a primera vista con el béisbol, él me llevaba a los terrenos de Lasalle con siete años y contraje matrimonio para toda una vida con ese deporte”.
Con recuento cinematográfico, se remonta a “las ligas interprovinciales tremendamente fuertes, de jugadas fabulosas, con Ciego de Ávila y Camagüey como equipos poderosos” y a sus escapadas a la capital. “Era una aventura ir a La Habana, el otro dependiente costeaba la inversión y la primera vez que fui llevaba 17 pesos, que entonces eran una fortuna. Fui a la Tropical (hoy Pedro Marrero), veía partidos de la Unión Atlética de Cuba, con más equipos de los que hoy tiene la Serie Nacional. Era una fiebre por la pelota en toda Cuba, sobre todo por la amateurs”.
Y en ese ir y venir, vivió el privilegio de ver a Conrado Marrero o Amado Ibáñez. También seguía los carteles de boxeo para ver a “Charolito Espirituano” o Pupi García, que eran imanes de taquilla. La gente iba a ver cómo la sangre que botaban salpicaba las guayaberas de quienes estaban en primera fila”.
Lo de la historia es una afición silvestre, desde que fue aprendiz de bodeguero en Las Tosas y que no abandonó, pese a trabajar en un asilo de ancianos, una granja avícola, o en el Inder Provincial. “Soy empírico, no me avergüenza decirlo. Nunca pasé de quinto grado, aunque un maestro, tras sufrir una pena cuando no supe acentuar las agudas, llanas y esdrújulas, me dijo: ‘La lectura le va a ayudar’. Y así fue. A los dos meses era el censor de los que iban a la pizarra”.
Constituye una enciclopedia viviente, una consulta obligada cuando se precisa de fuentes documentales fieles. “Ve allá con Sergio Pérez”, me ha dicho más de un espirituano. Y con él he encontrado el referente exacto en hojas tan amarillentas como auténticas. También un torrente de anécdotas, vivencias, clases.
“Lo mío es coleccionar desde niño, y eso que mi hermano me jodió dos libros que contenían muchos datos, tenía un radio y unas libretas donde llevaba inning por inning, era un compilador y, aunque no tenía la riqueza de datos de El Chini, a quien admiré mucho, me hice de un maquinita de escribir y empecé a hacer crónicas”.
Escritos de los que supo El Fénix: “Para ese periódico tenía que hacer una minuta que decía que eran crónicas”. También, Radio Sancti Spíritus, a la usanza de Arsenio Madrigal y Pedro Andrés Nápoles. Su habilidad se premió en un concurso nacional “donde participaron hasta periodistas y cogí primer lugar en artículo con “El aluminio, ese gran destructor” y mención de honor por un trabajo sobre Plácido Bernal.
Todavía sufre por ese lanzador que dejaron de más o se deleita con el jonrón de Cepeda. “Todo mi amor lo repartí para mis hijos y la pelota. Es como una diversión que me da vida o una luna de miel que va a durar hasta que me echen la tierra encima”.