Hace unos días, un colega me preguntó con genuina curiosidad por qué muchos cubanos en el exilio rechazan la idea de que peloteros de Grandes Ligas representen a Cuba en el Clásico Mundial de Béisbol. “¿Por qué lo mezclan todo con la política?”, me dijo. Y esa pregunta me llevó a escribir estas líneas, no solo por él, sino por otros que, desde la distancia o desde una experiencia distinta, quizás no han vivido lo que significa crecer sin libertad. Tal vez ni siquiera puedan imaginarlo.
Porque sí, todo en Cuba ha sido y sigue siendo político. Desde la libreta de racionamiento hasta el deporte. Desde la elección de una carrera universitaria hasta el derecho a salir del país. No es que el pueblo lo mezcle todo con la política. Es que el régimen cubano lo politizó todo desde 1959. En esa realidad no hay espacios neutros: si no estás con ellos, estás contra ellos. Y cuando ese es el marco, es imposible no terminar embarrado, aunque no quieras.
¿Por qué duele que estos jugadores jueguen por Cuba?
Entonces, ¿por qué duele ver a un cubano exiliado —o a un hijo del exilio— vestir un uniforme avalado por la Federación Cubana de Béisbol, un organismo subordinado al régimen que controla hasta el último rincón de la vida nacional? Duele porque no es un simple uniforme. Duele porque detrás de esa camiseta hay una historia, y esa historia no se borra con un jonrón ni con una ovación.
El exilio cubano no nació por capricho. No fue una elección alegre. Fue el resultado de la represión, del hambre, del miedo, de la falta de oportunidades. Apoyar al régimen es, en cierto modo, apoyar lo que causó ese exilio. Es darle la razón a quienes provocaron tanto dolor. Es legitimar a quienes encarcelaron, expropiaron, vigilaron y empujaron al mar a millones.
Y no se trata de odiar a los que toman esa decisión. Cada quien tiene derecho a hacer lo que le dicte su conciencia. Pero también es cierto que todos tenemos derecho a opinar, desde el respeto, desde la memoria. Porque hay cosas que no se negocian. No se negocia el dolor de una madre que no ha vuelto a ver a su hijo. No se negocia el fusilamiento de un amigo por pensar distinto. No se negocian los años de cárcel por escribir una canción o decir una verdad.
Participar en ese equipo —aunque no haya intención política alguna— termina por blanquear una estructura que sigue censurando, sigue encarcelando y sigue obligando a sus hijos a huir. Y eso es lo que muchos no perdonan.
Dentro de Cuba, hay quienes no pueden alzar la voz sin pagar un precio. Desde el exilio, tenemos esa libertad. Usarla para callar o para justificar al opresor no es neutralidad: es complicidad.
Este escrito no es para atacar, sino para explicar. Para que se entienda que el rechazo no nace del rencor, sino de la memoria. Y que cuando un cubano alza la voz contra lo que ve como una injusticia, lo hace por respeto a los que no pueden hacerlo.
Porque mientras el régimen no pida perdón, no permita elecciones libres, no deje de usar el deporte como propaganda, seguir jugando bajo su bandera no será un acto inocente. Será, aunque no se quiera, una forma de blanquear lo que aún sigue oscuro.
