Por: Sigfredo Barros Segrera
No era un hombre alto ni corpulento, todo lo contrario: solo medía cinco pies y siete pulgadas, con unas 160 libras de peso en sus mejores momentos. Ni tampoco era lanzador, pues sus primeros pasos en el béisbol organizado los dio con el equipo Fe, en 1912, jugando la tercera base.
Pero cuando lo vieron lanzar la pelota a 127 pies y pulgadas –la distancia entre la antesala y la inicial–, con potencia y precisión, los especialistas se dieron cuenta de que tenían un lanzador en ciernes llamado Adolfo Luque, cuya estelar carrera se extendería por un poco más de dos décadas.
Había nacido en La Habana el 4 de agosto de 1890, hijo de una familia de «buena posición» como se decía en aquel tiempo, que supo darle educación. El béisbol era su pasión y ya con 22 años jugaba en un equipo como los Carmelitas del Fe, dirigidos por Agustín «Tinti» Molina.
Debutó en Grandes Ligas el 20 de agosto de 1914 con los Bravos de Boston, después de una sensacional campaña con el equipo de Long Branch en la liga New York-New Jersey (primer equipo cubano en Estados Unidos dirigido por el doctor Antonio Hernández Enríquez, en New Jersey) ganando 22 juegos.
Pero el novato aún no estaba listo y luego de trabajar solo ocho entradas frente al Pittsburgh, permitiendo tres carreras limpias, fue enviado al Toronto de la Liga Internacional (15-9-2,96) y más tarde al Louisville de la Asociación Americana.
En 1918 fue cambiado al Cincinatti, donde gana seis partidos y pierde tres, con promedio de 3,80. Luego de altas y bajas en su rendimiento llega su gran campaña en 1923, en la cual triunfa en 27 juegos, y pierde ocho, con 1,93 de carreras limpias, líder de la Liga Nacional en triunfos y PCL, con 41 juegos participados, de ellos 37 como abridor, puntero en lechadas (6) y 322 entradas lanzadas.
Era su llegada a la cumbre. Hasta ahora ningún lanzador latinoamericano ha salido airoso en 27 juegos de Grandes Ligas en una campaña. Fue, además, el primer latino blanco o negro con la aureola de estrella en sus espaldas. En los primeros años de la llamada «bola viva», con la ofensiva en todo su esplendor, Luque supo cómo dominar a los bateadores rivales, quienes solo compilaron ante él un average de 235 y le conectaron dos jonrones en sus 322 capítulos trabajados.
DOS SERIES MUNDIALES
Luque tuvo la suerte de competir en dos Series Mundiales, 1919 y 1933. En la primera, matizada por el escándalo de los Medias Blancas, su labor fue de cinco entradas lanzadas sin permitir carreras, un jit, seis ponches y cero bases. En la segunda, lanzando con los Gigantes, salió a relevar en el quinto capítulo con el encuentro versus Washington empatado a tres carreras.
En el décimo capítulo, Mel Ott puso al frente a los Gigantes con cuadrangular por el central. En el final de esa entrada Luque sacó dos outs antes de permitir un jit y regalarle una base a Joe Cronin. En esa situación el mentor Bill Terry salió a conversar con él, pues venía un bateador zurdo, Joe Kuhel, de 322 de promedio y 106 impulsadas en el campeonato regular, además de que Luque ya tenía 42 años, el pitcher más veterano de los Gigantes.
Luque lo tranquilizó y le aseguró que él sacaba out a Kuhel. Acto seguido dio una demostración de inteligencia al tirarle tres curvas teniendo en cuentan la posición de los pies de Kuhel, quien le hizo swing infructuosamente a la tercera. Se convirtió así no solo en el primer pitcher latino en una Serie Mundial, sino también en el primero con un triunfo en ellas y en el primero con 100 victorias en la Liga.
En total, el Habana Perfecto o Papá Montero, como también le decían, ganó 194 juegos y perdió 179 durante 20 años en las Grandes Ligas, con un PCL de 3,24 en 550 partidos, de ellos 367 como abridor. Su PCL es mejor que el de tres miembros del Salón de la Fama: Bob Feller, Cattfish Hunter y Randy Johnson.
En la Liga Cubana de Béisbol profesional fue otro gigante como lanzador y como director. Ganó 93 partidos y perdió 62 con su querido Almendares,
equipo al cual dirigió y llevó siete veces al campeonato de Cuba, como igualmente hizo con el Cienfuegos en una ocasión. Si nos guiamos por los números del sitio web baseball-reference.com, sumando sus victorias en Grandes Ligas, Liga Cubana y las ligas menores, el total de victorias de Papá Montero ascendería a casi 360 en sus dos décadas lanzando en Cuba y Estados Unidos.
MÁS ALLÁ DE LOS NÚMEROS
Lo que hizo de Luque una figura popular, un ícono en Cuba y más allá, fue su personalidad, su carácter explosivo, que lo dotó de un colorido excepcional.
El periodista Eladio Secades, en una de sus excelentes crónicas, caracterizó así a Luque: «se advertía en Luque un contraste digno de admiración y de estudio. El hombre brusco, obsecado y presto al estallido poseía en cambio una singular inteligencia y aplomo en los momentos de apuro. Fue un gran lanzador no solo por su brazo de Hércules, sino además, porque poseía un corazón de fiera…».
Así era Luque, con un genio del demonio, como se
diría popularmente, un hombre locuaz y amigable, ídolo de los almendaristas, atildado y cubanísimo en el vestir, de guayabera y sombrero de jipijapa, amigo del juego de dominó.
Varias son las versiones que dan fe de su temperamento. Una de ellas aconteció en el estadio La Tropical en la temporada 1939-1940, con un lanzador norteamericano de nombre Ted Radcliffe. Así lo narra otro periodista destacado, Elio Menéndez: «el Almendares andaba en un mal momento y Luque designa como abridor a Ted Radcliffe, un gigante negro que hasta entonces había demostrado muy pocos deseos de lanzar. Como Radcliffe mostraba marcada indiferencia en el box, Luque, hecho una tromba, salió del banco, lo sustituyó indicándole el camino hacia las duchas. Tras él partió Luque y luego de encerrarse con él, retumbó en todo el parque la detonación de un arma de fuego. Acto seguido se vio al lanzador importado, pálido el negro rostro y a medio vestir, abandonar precipitadamente los vestidores».
En 1924, durante un juego ante los Cardenales de San Luis, Luque salió a relevar y en el plato estaba un novato de nombre Jack Smith, quien al oír el acento de Luque le preguntó: ¿oye, cómo te llamas y de dónde eres? Adolfo Luque y soy de Cuba, le respondió el antillano. ¿Y dónde queda eso?, volvió a preguntar Smith. ¡Al sur de Brooklyn!, le contestó Luque ya molesto. El árbitro intervino porque estaban demorando el juego. Segundos después Luque le gritó al bateador: ¡Ahora vas a saber dónde queda Cuba! Y con tres lanzamientos ponchó a Smith. Cuando el novato iba cariacontecido rumbo al banco, el receptor de los Rojos le dijo: «no te aflijas mucho, ese señor que te ponchó ganó 27 juegos el año pasado».
En México dirigió a varios equipos, entre ellos a los Azules de Veracruz, Leones de Yucatán y Tecolotes de Nuevo Laredo, luego sirvió como entrenador de pitcheo en los Gigantes de New York, de 1936 al 38, y de 1942 al 45. En 1958 fue exaltado al Salón de la Fama de Cuba y en 1985 al de México. Cuando falleció, el 3 de julio de 1957, hubo minutos de silencio en La Habana, Cincinatti, Brooklyn y Milwakee, las ciudades donde lanzó como local.
En Cuba fue todo un ídolo. Una personalidad de la historia como el periodista y combatiente revolucionario Pablo de la Torriente Brau escribió en cartas y crónicas lo feliz que era cuando podía conseguir 40 centavos para sentarse en las gradas a ver lanzar a Luque, como relata el colega Víctor Joaquín Ortega en una de sus crónicas. Uno de los mejores lanzadores cubanos de todos los tiempos… si no el mejor.