Por: Joel García León
Todavía muchos lo recuerdan pivoteando sin mirar hacia primera, robándose una base ante el mejor receptor; disfrutando el primer título de bateo de una Serie Selectiva y siempre con el número 8 en su espalda, tal y como le pidió su madre cuando empezó a jugar pelota. También es inseparable a su figura el tabaco, la sencillez, la palabra precisa, la victoria en los campeonatos más difíciles y la naturalidad por encima de la arrogancia.
Alfonso Urquiola quiso ser baloncestista, pero su tamaño le privó del único sueño, quizás, no hecho realidad en sus más de seis décadas de vida. En Orozco, su pueblo natal, perteneciente al municipio de Bahía Honda, al ritmo del tambor y los bembés, conectó los primeros hits y regaló fildeos como adelanto de lo que haría luego en nuestras Series Nacionales, tras su debut en 1970.
Le costó trabajo madurar, pero su liderazgo partió de la maestría en su posición, la exigencia personal desde los entrenamientos y una creatividad innata para competir con los mejores camareros de esa época: léase Félix Isasi, Rey Vicente Anglada, Urbano González, Andrés Telemaco, por solo citar cuatro colosos. Con algunos de ellos compartió selecciones nacionales por varios años.
En su condición de jugador fue cuatro veces monarca mundial (La Habana 1973, Roma 1978, Tokio 1980 y La Habana 1984), tricampeón en Juegos Panamericanos (México 1975, Puerto Rico 1979 y Caracas 1983), y doble monarca en Juegos Centroamericanos y del Caribe (Santo Domingo 1974 y Medellín 1978) y Copas Intercontinentales (La Habana 1979 y Bélgica 1983).
Su combinación alrededor de la segunda base abarcó torpederos como Roilán Hernández, Félix Iglesias y Giraldo González en los elencos pinareños, y Rodolfo Puentes y Pedro Jova en los equipos Cuba. La rivalidad mayor, disfrutada hasta el delirio por los aficionados, era con el capitalino Anglada, pues ambos reunían buena defensa, tacto al bate y explosión para jugar una de las posiciones claves en la línea central de cualquier conjunto.
Con los uniformes de Vegueros y Pinar del Río se erigió seis veces campeón nacional (1978, 1981, 1982, 1985, 1987 y 1988) y cinco en Series Selectivas (1979, 1980, 1982, 1984 y 1988), en tanto, el retiro llegó tras 19 temporadas en las cuales se le pudo ver entrenando a las seis de la mañana para un partido nocturno o jugando decenas de veces con lesiones porque así lo necesitaba el conjunto.
Dos que lo dirigieron, José Miguel Pineda y Jorge Fuentes, contaron más de una vez que siempre le vieron cualidades para comandar al colectivo, es decir, encabezar procesos de dirección. Y esa otra etapa vivida desde 1992 por Urquiola puede catalogarse de igual o más exitosa que la anterior. En una entrevista concedida a una publicación digital graficó cómo llegó a ser uno de los timoneles más queridos y ganadores de los últimos 20 años en nuestro béisbol.
“Jugué mucha pelota y no tenía idea de lo que era ser mánager. Pensaba que se trataba de un tipo que manda a tocar, un corrido y bateo o un robo de base. Pero con el tiempo entendí que no era así. Para mí, debe salir de una pirámide, ir de menos a más. Yo estuve cinco años en provinciales, cinco en la Liga de Desarrollo, trabajé con 15-16, con niños, hasta que me convencí de que el mánager es un pedagogo, un aglutinador de los valores del grupo con habilidades psicológicas para motivarlo. El éxito verdadero del mánager no está en ganar, sino en cohesionar a sus equipos”.
Sin perder la naturalidad que sus palabras honestas dejaban en cada mitin, con mucha paciencia para trabajar con quienes presentaban problemas a la defensa o el bateo, y acompañado por un ángel de victoria cuando más imposible o difícil parecía el torneo, el número 8 cambió de lugar en el banco y su dirección coronó a Pinar del Río en 1998 y a Cuba en el campeonato mundial de ese propio año y en los Juegos Panamericanos de Winnipeg 1999, marcado por el regreso del bate de madera y la entrada de peloteros profesionales a certámenes oficiales internacionales.
Pero Urquiola tuvo más cartas de éxitos a la hora de comandar equipos locales, nacionales y foráneos. Se responsabilizó con la escuadra cubana que dividió honores en el tope bilateral ante el equipo profesional estadounidense Orioles de Baltimore (1999); alzó el cetro en la llamada Serie de Oro (2011) de la pelota cubana con su tropa vueltabajera, lo cual repetiría en el 2014. Su último lauro lo atesoró en la Serie del Caribe del 2015, celebrada en Puerto Rico, donde los Vegueros de Pinar concluyeron primero tras 55 años de espera para Cuba.
Su palmarés como director se extendió a Panamá, con cuya formación principal llegó a derrotar dos veces a un equipo cubano en lides internacionales: Juegos del Alba 2006 y Juegos Panamericanos de Río de Janeiro 2007. Quizás los capítulos más tristes en esta tarea tan ingrata los guarda de la Copa Mundial en Panamá y los Juegos Panamericanos de Guadalajara, ambos en el 2011, de los que regresó con plata y bronce, respectivamente. La vida de un mánager es así, casi todos lo vitorean cuando regala sonrisas y victorias, pocos lo defienden a la hora del dolor por un fracaso.
Urquiola es, sin duda, uno de los pilares del crecimiento exponencial de Pinar del Río dentro del béisbol nacional, al pasar de provincia Cenicienta en 1967 —debutó con último lugar—a territorio Rey doce años después con el primer título. Fue él uno de los primeros vueltabajeros en integrar un equipo Cuba y ser campeón mundial. Nadie reúne en sus vitrinas más doradas nacionales (seis como jugador y tres como director).
Su irreverencia para jugar la segunda base, su rigor para ser cada día mejor pelotero y luego un mánager respetado, así como su caballerosidad con el rival en cada salida al terreno lo convirtieron en referencia obligada para el presente y el futuro.
Campechano, inteligente, honesto y cubano hasta la médula, su puesto entre los más grandes quedó asegurado en una frase soltada con emoción en su último triunfo internacional: “Quisiera que me recordaran como el Urquiola más enamorado del béisbol.