Por Joel García León
Llegaron cerca del mediodía y el polvo era blanco y resbaladizo por donde se pisaba o tocaba. Los rostros seguían arrugados del trabajo y el dolor. Una Iglesia emblemática del municipio más poblado de la capital continuaba sin su cruz y en un descenso de apenas 100 metros, cientos de escombros, madera, piedras, basura y árboles caídos mostraban todavía la cara desagradable del tornado que hirió a La Habana el pasado 27 de enero, exactamente cuatro horas después del entrenamiento dominical de los Leñadores de Las Tunas.
El primero en bajarse del ómnibus fue Alfredo Despaigne, luego le siguieron el director del equipo, Pablo Civil, y los jugadores Yariel Rodríguez, Yurisbel Gracial, Carlos Benítez, Jorge Jhonson, Yoalkis Cruz y así sucesivamente hasta que todos sintieron y palparon la cara del desastre con el asombro de quien espera ver menos horror que las imágenes compartidas en la televisión o las redes sociales. ¡Pero esto es increíble, qué huracanes ni huracanes…!, suelta Vladimir García en la punta de la loma de Jesús del Monte, donde se puede ver buena parte de la rajadura mortal sufrida por La Habana en menos de 20 minutos.
Pero ellos no han llegado allí para selfies ni llantos. Su condición de peloteros y de ídolos sociales es más auténtica cuando Despaigne toma la primera leña de una casa derrumbada y la lanza al camión de desechos. La fuerza, el swing, la velocidad y el batazo decisivo se ordenan desde la conciencia. Una cadena de brazos se hace en menos de un minuto y dos camiones se llenan con el orgullo de estar haciendo lo más mínimo que puedan aportar a solo horas de salir para la Serie del Caribe en Panamá.
No es posible dejar de escuchar los reclamos de la abuela en el único balcón sobreviviente de la cuadra. “Cuidado, no se lastimen, ya ustedes ganaron para nosotros con estar aquí. Pero lo suyo es ganar allá, no se olviden de eso”. Oscar Valdés reconoce que frente a donde están vive su compañero de equipo Yosvani Peñalver y salta sobre las ruinas de un techo para tocar en la puerta. Sale el jardinero y los ojos no traicionan. Llora y sacude el alma de los 28 jugadores, quienes uno a uno lo saludan y abrazan, fieles escuderos de un mismo bando: los que fundan y aman, como diría el poeta.
Ya la voz se ha esparcido por el barrio. Los niños llegan para ver al ser humano que hay detrás de cada uno de sus paradigmas como peloteros. Los celulares se prenden y en medio de la improvisada jornada, del entrenamiento de solidaridad, el pequeño Román pregunta si no tienen una pelota para jugar cuando todo vuelva “a ser como antes, cuando podamos batear aquí en esta loma”.
Despaigne sonríe y de su bolsillo trasero saca la esférica, pide un bolígrafo y la firma. Se suma rápido el resto del equipo y las pelotas vuelan por encima del desastre, la alegría infantil comienza a tomar forma en medio de la tristeza de una semana inolvidable, del drama que devastó barrios enteros, pero no la esperanza.
Y terminan los Leñadores el swing imprescindible para el reto que les viene encima. Suben otra vez la loma del Jesús del Monte y ahora andan sudados, sucios de polvo y con las gorras hacia atrás. Vuelve a exclamar Vladimir: ¡qué huracanes ni huracanes, un tornado es el acabose…! Ya ningún jugador puede pasar inadvertido y una mujer mestiza y gruesa —quizás con la única bata de casa sana que le queda sale a la calle— les pide a nombre de sus vecinos una sola cosa: “bateen, coño, ganen por nosotros, regálennos esa felicidad”.