La pelota cubana actual preconiza marcialidad. En varios partidos hay demoras por insólitas reclamaciones o prohibiciones respecto a la indumentaria; marcialidad vetusta en medio de un escenario internacional en el cual dos spikes de diferentes tonos son todo un show en los pies de un dominicano en pleno Clásico Mundial, las barbas de los bostonianos les dan suerte contra la maldición del Bambino y las prendas de oro no parecen encandilar a nadie.
Los partidarios defensores de un reglamento tan férreo como el cubano aducen el scripti scripsi —lo escrito, escrito ésta—, a pesar de no ser discutido con jugadores, ni ser del agrado de los fanáticos, quienes consideran ridículo tanto celo con la homogeneidad.
Ya con el brazo caliente me permito recrear una anécdota de un gran guajiro devenido Big Leaguer, Conrado Marrero, la cual me trasportó a una época en la cual, en el estadio del Cerro, eran más importantes la calidad y el aforo que la exquisitez de todas y cada una de las franelas.
Hace ya algún tiempo, sentado en su apartamento en el Cerro, el entonces casi centenario pelotero acariciaba su inseparable tabaco y, con los ojos cerrados, extrajo de la memoria su experiencia con Max Lanier.
Fue luego de aquella gran final de 1946 entre Almendares y Habana, ganada de manera espectacular por los alacranes azules gracias al lanzador norteamericano, al cual se le apodó El Monstruo por aquella hazaña de ocuparse del box con pocos días de rotación.
Lanier era de la localidad floridana de San Petersburg y había lanzado en dos Series Mundiales con los Cardenales de San Luis. En el 46 había ganado seis veces consecutivas, pero fue convencido por los hermanos Pasquel para irse a México, convirtiéndose en uno de los proscritos de la Gran Carpa, y desde la nación azteca aterrizó en La Habana. En la capital cubana entrenaba y lanzaba el tiempo necesario, pues casi de manera diaria regresaba por avión a su ciudad natal.
Me dijo Marrero que ellos hablaban poco entre sí, por lógicas barreras del idioma, pero un buen día, tras tomar una ducha fría sintió el impacto de una tela en su cabeza. Era Lanier quien le había lanzado su sudario o enguatada, con la mímica y lacónica frase: “Para ti”. Fue su regalo de despedida, un elegante gesto.
Meses después otro almendarista se percató del detalle. Fue Sungo Carreras, aun cuando ningún árbitro, ni Maestri, ni Atan, ni Magriñat, sancionaron el hecho, ni directores como Marsans o Miguel Ángel González hicieran reclamos. Era muy llamativo que el traje de Almendares fuera blanco con letras y números en azul y que para lanzar el Premier utilizara el sudario rojo de Lanier, pero eso les molestaba ni al empresario Maduro ni al doctor Sanguily. Lo importante era que Marrero fuera el show.
Hasta ese momento nadie se había fijado en el detalle hasta que Sungo, que tenía “santo”, le dijo a Marrero: “?Tú tienes brujo!”
Nuestro protagonista cayó en cuenta de que, en efecto, el sudario del americano le había traído fortuna porque, “ese año gané como 10 juegos seguidos… ?carajo, y qué suerte yo tenía, juegos por una carrera en 10, 13 y hasta 15 innings!”.
Entonces el Guajiro de Laberinto se aprovechó de las creencias de su coach, y le dijo “Sí, yo tengo brujo”, algo que atemorizaba a Carreras al extremo de ser el motivo de las bromas de Marrero, quien lo perseguía por todo el terreno del Cerro “para embarrarlo con el trapo colora‘o”. Las estadísticas confirman que, en esa temporada de 1947, Marrero ganó 12 y perdió 2.
La simpática anécdota es apenas una entre miles de cábalas en el béisbol; es lo que en parte hace tan interesante a la pasión del diamante, un deporte que no merece legislaciones como camisa de fuerza.
Si bien es cierto que cada novena debe mantener sus colores, es bastante exagerado exigir que los sudarios utilizados en la Serie Nacional sean exclusivamente los entregados por los organizadores del circuito aficionado. No se admiten tampoco mangas elásticas, aun cuando sean del mismo color del uniforme, protejan del sol y sean tan inofensivas en cualquier pelota rentada.
En los años 80, cuando Cuba creía en el igualitarismo y la ropa y los juguetes se despachaban por tarjetón, los jugadores eran sancionado por las patillas largas. Pero todavía no se permite el pelo largo, los bigotes o la barba, ni siquiera el peróxido que hizo famosos a los puertorriqueños en el Clásico 2017. En un contexto como el cubano, Erlys Casanova es expulsado de un juego por portar cadena de oro, menos gruesa y llamativa que la que han utilizado algunos árbitros o jugadores de equipos más agraciados.
Ni hablar del caso Michel Enríquez, cuando su equipo de la Isla de la Juventud decidió apoyarlo contra una injusta suspensión y les obligaron a quitar el número 12 de las gorras, o les prohibieron la cinta negra en el brazo cuando eran solidarios con la sensible pérdida de la madre del capitán del team.
He visto a peloteros que usaron bonetes blancos bajo su gorra, porque se hicieron iyawó (santos según la religión afrocubana Regla de Ocha) y por fortuna no recibieron expulsión. Sin embargo, me pregunto qué pasaría si alguno decidiera hacerse musulmán, portar barba y no lanzar los viernes, dejarse crecer el pelo por alguna promesa o portar una prenda roja por recomendación de un babalawo. Todos estarían en su derecho constitucional de expresar sus creencias…pero eso no estaría permitido en el inquisidor reglamento cubano de béisbol. Y eso sería un lío.
Lo de respetar los números de inscripción sí es algo lógico en la Serie Nacional. Mas, detener partidos por nimiedades como el tono más o menos gris de un pantalón, si es del equipo nacional o de los entregados para la Serie, es rayano en lo ridículo cuando hay muchos más detalles negativos de los cuales ocuparse para hacer de la pelota un verdadero show de multitudes.
Hoy en día Marrero, con el sudario de Lanier, no hubiera podido lanzar por Industriales a causa de las recias consideraciones de la Comisión Nacional, parapetada tras los palcos del Latinoamericano.